12F: “Te pido que no me golpeen las manos, soy músico”
Protesta, muerte, violencia, abuso de poder, injusticia, esperanza. Un relato del 12 de febrero de 2014 desde la vivencia de un joven venezolano que fue a marchar aquel Día de la Juventud
Sed. Tenía la garganta seca cuando decidió separarse de su mamá y su hermana para ir a comprar una botella de agua. Todo iba bien aquel luminoso 12 de febrero de 2014 en el que salió a marchar con su familia por el Día de la Juventud. Hasta el mediodía, el entusiasmo y las consignas plenaban los atiborrados alrededores de la plaza de Parque Carabobo, en la Candelaria, frente al Ministerio Público (MP).
Pero todo cambió justo cuando Rafael Pacheco quitó la tapa de la botella de agua que no llegó a beber. El ambiente se crispó y una nube de gases lacrimógenos y perdigones invadieron la Candelaria. Vio acercarse hacia él a un grupo de muchachos que presurosos cargaban el cuerpo inerte de otro joven con la cabeza sangrante. Gritos, gente corriendo, carros bajo fuego y un cordón de policías con escudos antimotines comenzó a cerrar el paso. Todo en cuestión de minutos.
Logró llegar hasta estación de Bellas Artes con una pierna acalambrada y asfixiado por los gases. Nada sabía de su mamá ni de su hermana, las conexiones estaban colapsadas. Un camión ballena escupía agua y agentes de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), a pie y en moto, disparaban perdigones a la gente demasiado cerca. En la Plaza Morelos, tratando de recuperar el aliento, vio a un adolescente con la cara tapada con una franela que lloraba: “los guardias mataron a mi hermano”.
Caminó hasta Plaza Venezuela huyendo del caos de bombas lacrimógenas, perdigones y sangre que había estallado en la Candelaria. Finalmente pudo hablar con su mamá y su hermana por celular, asegurándole que se verían en la casa.
Se encontró por casualidad con un amigo y se acercaron hasta la estación de metro Zona Rental, frente a la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) desde donde salieron repentinamente tres hombres uniformados. Uno de ellos lo obligó a tirarse al piso y le apuntó con un fusil en la cabeza. Justo en ese momento, pasaba por allí un amigo de la barra de fútbol y lo reconoció. “¿Epa Fuca, estás bien?”. Bastó esa pregunta para que el Sebin le diera un culetazo y lo obligara también a pegar la cara al suelo. Más adelante le contaría que también venía de una marcha, pero del oficialismo.
A ambos los esposaron al igual que otros dos jóvenes y los metieron dentro del edificio del Sebin de Plaza Venezuela. Dentro de la sede, a uno de los detenidos le encontraron una botella de refresco llena de gasolina. No tardaron en relacionarlo con las patrullas incendiadas de Parque Carabobo. Cuatro personas, que se identificaron como del MP, aparecieron con una cámara y empezaron a tomarles fotos junto con sus pertenencias confiscadas. Rafael sólo llevaba dentro de su bolso una camisa y un pote de agua vacío.
Estuvo hora y media esposado y arrodillado frente a una pared mientras le repetían: “te jodiste, te van a acusar por terrorismo de Estado, escuaca, manito blanca, guarimbero, te vas a podrir en la cárcel”.
Su celular comenzó a sonar insistentemente, pero no le dejaron atenderlo. Un agente lo contestó: “su hijo está preso en el Sebin”. Colgó antes de que su madre preguntara en cual de las sedes. Ella, angustiada, lanzó un tuit de alerta que fue replicado por cientos en la red social.
Los metieron en sendas patrullas sin saber a donde los llevarían. “Van a terminar en el Rodeo, se jodieron la vida para siempre”. Ya eran como las 5 de la tarde cuando identificó la inconfundible forma del Helicoide: estaban entrando a la cárcel de los presos políticos. No le habían dejado comunicarse con su familia o algún abogado. Sentía que se le derrumbó el mundo.
Lo bajaron de la patrulla a punta de patadas y los obligaron a pararse frente a una pared. “Te dije que no voltees”, le golpeaba un guardia cada vez que se atrevía a mirar de reojo mientras escuchaba como gritaban a su compañero: “Te vamos a quemar vivo para que veas lo que se siente”. Podía sentir el sonido hueco de los golpes sobre el joven. Y los chispazos.
Vino su turno en el interrogatorio. Entró a una oficina muy iluminada, con un mapa de Venezuela bien detallado. Le tomaron fotos, anotaron su estatura, color de ojos, peso. Un hombre le hizo todas las preguntas posibles con una pistola de electricidad en la mano. “Vamos a hacer esto rápido”. Le pidieron las contraseñas de sus correos y cuentas de redes sociales. Cuando se negaba, le daban pistoletazos en la sien, axilas, detrás de las orejas. Amenazaron quemarle los genitales. Le daban bofetadas y golpes en la cabeza.
“Soy ingeniero de sonido y músico. Te pido por favor, no me golpees las manos. Son mi instrumento”, les rogaba. Pero los agentes se reían y le pegaban en las manos. Una hora duró la pesadilla.
Le obligaron a firmar un chequeo médico que certificaba que gozaba de buena salud. Pasó la noche en una celda 3 por 3 con los otros tres detenidos y dos adolescentes heridos que había disparado a un hijo de un Sebin. Le ofrecieron agua, el primer sorbo que tomaba en horas, y unas sobras de comida. Logró dormitar un poco. Al fondo escuchaba la cadena de Nicolás Maduro en La Victoria.
Al día siguiente, los trasladaron a un calabozo del Cicpc en el centro de Caracas con olor a orín. Al atardecer, lo presentaron en la audiencia de precalificación en el Palacio de Justicia. Les imputaron los delitos de alteración de orden público, asociación para delinquir y terrorismo de Estado, con régimen de presentación cada 30 días. Le quitaron las esposas. Lo dejaron libre. Al salir, pudo abrazar a su mamá. Ella sólo se enteraba de lo que pasaba dentro del edificio por los tuits del abogado Alfredo Romero, del Foro Penal: “Los jóvenes
El abogado de la organización Foro Penal que asumió su caso comentó que se trataba de uno de los casos más interesantes de su vida: un joven que participó en la marcha de la oposición se había salvado de que le cayeran mayores cargos gracias al testimonio de su amigo de fútbol, su amigo chavista.
Fuente: Runrunes